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Contando...ANDO: CUENTOS TRADICIONALES

Capítulo 2: El día en que no hubo clase

 

El día en que no hubo clase Era domingo en su peor hora. Seis en punto de la tarde. Al otro día, colegio. A Juan Guillermo le empezó un nudo en el estómago. Ahí en su cuarto estaba la maleta intacta, con todos los libros guardados, y las tareas sin hacer.

 

Había pensado en hacerlas el viernes para salir de "eso", pero luego llegó Pablo y lo invitó a montar en bicicleta. —Las hago el sábado por la mañana —pensó Juangui, pero el sábado se fue a hacer mercado con la abuela. —Las hago después —-pero después era el cumpleaños de Silvia y después estaba tan cansado que dijo "mejor el domingo por la mañana", pero el domingo se levantó tardísimo y, para completar, daban buenos programas en la televisión y luego le tocó arreglar el cuarto y salir a almorzar y así sucesivamente. Al final, nunca hubo tiempo de hacer tareas... Era domingo a la peor hora y el nudo en el estómago se enredaba cada vez más. Entonces, para disimular los nervios, prendió la televisión. —Sólo un ratico, por saber qué están dando y luego sí empiezo. Total, a esta hora nunca hay buenos programas.

 

En la pantalla había una especie de mago: un mentalista famoso con turbante en la cabeza y acento extranjero. Doblaba una cuchara con las cejas fruncidas; el típico y viejo truco. La cuchara se dobló. Juan Guillermo, como, tantos millones de televidentes, obedeció las órdenes del mentalista. Se fue a la cocina y trajo un tenedor. Hizo todo al pie de la letra. Frunció las cejas y cerró los ojos para sacar la energía magnética del cerebro y doblar las moléculas del tenedor. Nada. El tenedor no se inmutó. Juan Guillermo no pudo terminar su lección de energía magnética porque lo llamaron a comer. Después de la comida, el mentalista se había ido de la TV. y en su lugar daban "Guerra de Estrellas". La vio entera y después ya no hubo caso de hacer las tarcas porque el sueño le cerraba los ojos. —Mañana en el paradero le pido a Andrés que me explique la tarea de matemáticas, por si me pasan al tablero.

 

Con esa idea, se le quitó un poco el nudo del estómago y se durmió profundamente. Adivinen con quién soñó... Pues con el mentalista y con sus ejercicios de control mental... El lunes, a la peor hora: ¡seis en punto de la mañana! sonó puntual el despertador. Juan Guillermo se acomodó entre las cobijas para despedirse del sueño y se despertó una hora más tarde con los gritos de mamá. —¡Mire que si lo deja el bus, el castigo es para mí porque me toca llevarlo! Y así fue. Juan Guillermo se tomó el chocolate sin pan ni jugo, se bañó en sesenta segundos, salió con la corbata en una mano y la peinilla en la otra y corrió sin parar, pero el bus ya iba en la otra esquina y no pudo alcanzarlo. Así que volvió a casa, con cara de niño regañado y mamá, furibunda, con la piyama debajo del abrigo, salió rumbo al colegio repitiendo la misma cantaleta reservada para esas ocasiones. —Que pasara algo y no pudiera llegar —pensó Juan Guillermo y, por pura casualidad, el carro dio tres estornudos y quedó varado entre una fila de carros, en plena calle principal, en plena hora principal. Mamá se bajó con la piyama asomada debajo del abrigo.

 

Pasó revista a todo el carro, desde las llantas hasta el motor, haciéndose la que sabía de mecánica pero el carro no se creyó el cuento y siguió paralizado. —Pobre mamá —pensó Juan. Se veía tan ridícula con su cara de sueño y su piyama debajo del abrigo, que él intentó hacer algo. Se acordó del mentalista y le ordenó a las moléculas del carro que se arreglaran. Por pura casualidad, mamá le dio tres zapatazos a la batería y el carro estornudó tres veces y quedó perfecto. Pero ya era tardísimo y el tráfico estaba imposible. —Llegas porque llegas —dijo mamá y siguió su marcha sin decir una palabra más. Por fin, ¡a las ocho y veinte minutos! llegaron a la puerta de hierro del colegio. Juan se bajó sin un beso porque mamá seguía iracunda. —Qué lunes tan lunes —pensó. Y deseó con todas sus fuerzas que ese día no hubiera clase. Adentro todo estaba en silencio.

 

El corredor, vacío de niños y las puertas de todos los cursos cerradas. Juan Guillermo avanzó con el terrible nudo en el estómago, tratando de imaginar una buena disculpa para decirle al profesor. Por fin llegó a Cuarto "B". A primera hora, matemáticas, le recordó el horario que estaba pegado afuera, y él no había hecho la tarea, ya sabemos por qué. Juan Guillermo pegó la oreja a la puerta para tratar de oír en qué iba la clase. El corazón le latía durísimo. De resto, no se oía nada. Silencio absoluto.

 

El estómago se le enredó del todo, en un nudo ciego. El silencio era síntoma de lo peor y lo peor era previa sorpresa. Y cero seguro para él. Con toda la valentía que alcanzó a reunir en su cuerpo, Juan Guillermo Mantilla cerró los ojos, cruzó los dedos, recitó el famoso "Sortilegio para que no haya colegio" y se obligó a entrar a clase, de un empujón... Abrió la puerta y fue como si hubiera dado un salto al vacío. Adentro no había clase. No había profesor ni alumnos. Ni tablero, ni pupitres, ni armario, ni carteleras, ni techo, ni piso, ni paredes. Así como suena: no había clase. Detrás de la puerta, nada de nada. Cero absoluto, conjunto vacío. Todo un lunes por delante. ¡Todo un lunes, entero y nuevecito, y no había clase!

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